¿Arte en la Era de lo Instantáneo?
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En un mundo saturado de productos, de estímulos y de compromisos parece que el espacio para el arte se reduce progresivamente. Y no nos referimos a los productos artísticos, pues éstos se encuentran por doquier invadiéndonos, a través de los medios de comunicación, hasta en nuestro propio hogar. Si no a la experiencia artística, la realmente profunda, la que nace de un estado de sosiego y receptividad ante una buena obra de arte.

La actividad que desarrollo en torno a la música se produce principalmente en el campo de la composición, de la investigación tecnológica, y de la enseñanza. Si en las dos reflexiones previas abordé los primeros campos, esta vez es el turno de la enseñanza. Y al igual que en las otras, en esta ocasión también la acometo desde una perspectiva ética. De manera especial en estos tiempos, en los que el mercantilismo de lo instantáneo parece predominar sobre otros valores, con todos los perjuicios que ello supone, también para el arte. Pues el arte, el gran arte, siempre comporta objetivos éticos. Si no es así, queda relegado al simple entretenimiento. Y entonces, ya no es arte.

 

¿ARTE EN LA ERA DE LO INSTANTANEO?

 
La presente reflexión debe su origen a un cruce de tres preguntas. Planteémoslas.

La primera pregunta es: ¿Qué es el arte? Así de simple y llana me fue planteada por una profesora, violinista, quién la había recibido de un alumno curioso y, a su vez, me la trasladaba a mí. Numerosos  pensadores de todos los tiempos se han enfrentado a ella, con frecuencia sin encontrar respuestas claras. Lo mismo que le ocurrió a aquella profesora.

La segunda: ¿Es aún posible apreciar el arte en nuestro vertiginoso mundo digital? Además de otros elementos, el arte requiere de un cierto sosiego para recibir su mensaje y valorarlo. Quizás sea todavía posible ese sosiego, a pesar de la sobreoferta de productos de consumo y de información que frecuentemente colapsan nuestro espíritu.

Y la tercera, finalmente: Si la respuesta anterior fuese negativa, al menos parcialmente, ¿resulta ética la enseñanza artística? Es decir, quienes nos dedicamos a la docencia del arte ¿estamos engañando a nuestros alumnos al tratar de enseñar unas técnicas y concepciones anticuadas, superadas por el mundo digital?

La primera pregunta ha tratado de ser respondida, casi desde los albores de nuestra cultura grecolatina, por grandes intelectuales y filósofos de la talla de Aristóteles o Platón, llegando a Kant, Hegel o Nietzche y, por supuesto, hasta los contemporáneos. La segunda lleva recibiendo respuestas desde al menos hace un siglo, pues nuestro actual mundo empezó a gestarse hace más de 100 años a través de las comunicaciones físicas (trenes, coches, aviones) y de información (radio, teléfono, grabaciones sonoras).

La tercera pregunta dispone probablemente de menos respuestas, mucho más personales, y es la que realmente nos ocupa, y nos preocupa. Aunque para llegar a ella hay que responder, lógicamente, a las dos previas. Esta es la tarea que acometeremos a continuación, desde la experiencia como creador artístico y como profesor de composición en un conservatorio europeo. Así que, vayamos por partes, una por una.

 

1. ¿Qué es el arte? . . . . . . . .
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Aprovecharemos la ocasión para entrar en competencia con los grandes filósofos de la historia, y plantear atrevidamente una visión particular, necesaria para apoyar el razonamiento posterior. Podemos considerar que un producto humano es arte cuando nos transporta a un mundo sensible sorprendente y diferente al nuestro habitual. Es la única característica común a todas las grandes obras de arte. A esa sensación de transporte hacia ese mundo sorprendente, que puede llegar a estremecernos, se la suele conocer con el nombre "sentimiento artístico" (X. Zubiri). Seguramente lo percibiremos al visitar el Taj Majal en la India, al contemplar la cúpula de la Capilla Sixtina, al asistir a una representación de Hamlet de Shakespeare, al escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, o al ver la película Odisea 2001 en el espacio. En la definición se incluye la expresión “producto humano” porque esa misma sensación artística puede ser generada por fenómenos naturales: la visión de un atardecer, de unas cumbres nevadas o del Cañón del Colorado. Probablemente nos resulten a veces tan atractivos como cualquiera de las obras de arte previamente citadas, pero con la diferencia de que no fueron realizados por nadie, estaban ahí. Parece que valoramos de una manera especial que en la producción de la sensación intervenga la mano humana, la del artista.

Respecto al artista, se trata de una persona con una sensibilidad especial, que es capaz de concebir, imaginar y acceder a esos mundos sorprendentes y alternativos por sí mismo. Dispone, además, de la técnica suficiente para realizar obras que permitirán también a los no artistas ser trasladados a esos mundos. La figura del artista aparece, de una forma u otra, en casi todas las culturas desde tiempos prehistóricos. No siempre reconocido nominalmente o dedicado en exclusiva a su arte, como muchos de nuestros artistas contemporáneos, pero sí presente en ellas como persona con una capacidad especial para producir objetos u acciones "distintos", que ejercen en los demás esa fascinación que denominamos "sentimiento artístico".

Tradicionalmente se ha asociado con el arte la sensación estética de “lo bello”. Esa sensación de belleza parece una constante humana que también está presente en todas las culturas, si bien es evidente que los criterios de belleza varían enormemente de unas a otras. Y es que es precisamente la propia cultura la que la define y educa en los cánones de belleza, modelando ese sentimiento estético que probablemente sea innato a todo ser humano. Sin embargo, y aunque frecuentemente acompañe al arte, lo bello se encuentra presente en multitud de manifestaciones, tanto naturales como humanas, que no son arte. Y existen, asimismo, multitud de obras artísticas que no pretenden ser “bellas”, y que difícilmente son considerables bajo dicha categoría. Por ejemplo, muchas de las obras del llamado "arte conceptual" del S.XX, con obras de referencia como "Mierda de Artista", de Piero Manzoni (1961) o " 4'33 " de John Cage (1952). Por ello, desde hace ya largo tiempo, la búsqueda de la belleza ha sido cuanto menos cuestionada como elemento esencial del arte.

Por último, y para terminar de acotar el arte, reflexionemos sobre su escalón previo: la Artesanía. El artesano es alguien con la técnica y la habilidad suficiente para realizar objetos de un cierto valor estético, normalmente de forma repetida y cercanos al arte, pero sin llegar a él. La propia repetición tiende a anular el "efecto sorpresa" que es necesario para exista arte. Quizás podemos admirar como arte un vaso ricamente tallado. Pero si encuentramos ese vaso insistentemente repetido en las vajillas de múltiples viviendas, es probable que se devalúe nuestra consideración. No obstante, y aunque a la artesanía se le presupone un nivel técnico inferior al de la obra de arte, frecuentemente ambos espacios se entrecruzan. No son pocos los artistas que empezaron siendo artesanos, en el que es probablemente el mejor camino para iniciarse en práctica artística, ascendiendo posteriormente gracias a su talento y sofisticación técnica al olimpo del arte. Incluso ha habido quienes fueron tomados en vida casi únicamente como artesanos, y no fue hasta mucho tiempo después cuando las generaciones venideras alcanzaron a entender ese nuevo mundo sensible que el artista proponía y que, tan adelantado o sofisticado resultaba en su momento, que sus contemporáneos no eran capaces de vislumbrar. Tal fue el caso, por ejemplo, de Juan Sebastian Bach.

En mayor o menor medida, estas consideraciones se enmarcan dentro de la conocida como "Teoría institucional del arte", desarrollada por los filósofos Arthur C. Danto y George Dickie, una de las que mayor influencia ejerce hoy en día. Recapitulando, y en base a todas ellas, en definitiva, ¿cuándo podemos afirmar que un objeto u acción es arte? Sencillamente, cuando el artista consigue despertar en el público, aunque sea un público reducido, el sentimiento artístico, esa sensación de transporte a un mundo sensible sorprendente y diferente, que se encuentra mucho más allá de la simple artesanía. La consideración de arte radica, por tanto, en el público, no en el artista. Evidentemente, el artista debe ser el primer convencido en torno a ese mundo diferente y su capacidad para recrearlo y transmitirlo. Pero, no es suficiente si no existe alguien frente a él que lo reciba como tal. El público es el que posee la última palabra.
 


2. ¿Existe espacio para el arte en nuestro vertiginoso mundo digital? . . . . . . . .
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El público del siglo XXI es muy diferente al de siglos previos, cuando se consolidó lo que actualmente entendemos como arte. Nada tiene que ver un ciudadano de hoy en día, conectado constantemente a Internet y a otros medios de información de masas, como la radio o la televisión, con un receptor de arte del siglo XVII. En aquel momento se trataba, probablemente, de una persona de clase muy alta, aristócrata o clérigo. En su mundo no existía la electricidad, con lo cual, en cuanto caía la noche todo se transformaba en unas tinieblas tan sólo iluminadas por la tenue luz de algunas velas. Predominaba el silencio, sólo el rumor de otras voces, de ruidos animales o de la naturaleza, o de trabajos manuales lo quebrantaban. Contaban con una sensación temporal radicalmente diferente a la nuestra. Los escasísimos relojes eran precarios, el tiempo era medido por la posición del sol y, como mucho, las campanadas de las iglesias, de una manera muy imprecisa. No existía la sensación de urgencia temporal que, posteriormente con la revolución industrial, impondrían a la sociedad los rigurosos horarios de las fábricas. Por último y muy importante, cualquier tipo de labor o servicio era siempre proporcionado por personas o animales. No existían máquinas como lavadoras, coches o reproductores de vídeo que realizaran acciones de manera automática, con contadas excepciones, como los molinos. Cualquier servicio, también los ligados al arte, implicaba la intervención directa de otras personas o, en algunos casos, animales.

En un época de tales características, en la que además los viajes resultaban escasos y peligrosos, las artes tradicionales, literatura, teatro, música, danza, arquitectura, pintura y escultura, eran las principales vías para excitar el sentimiento artístico, para transportar a mundos imaginarios diferentes al habitual, y recrear percepciones estéticas restringidas, eso sí, a una élite con capacidad para ocuparse en algo más que la mera subsistencia. Así venía siendo desde el antiguo Egipto. Sin embargo, los avances tecnológicos y sociales, a partir del s.XVIII, trastocaron el orden artístico establecido durante miles de años en los países y lugares en los que éstos se produjeron, inicialmente en centro-Europa y los países anglosajones. Por un lado, provocaron la aparición de algo novedoso en la historia de la humanidad: "la clase media". Por otro, dotaron a una mayoría de la población, incluida esta nueva clase media, de una infinitud creciente de recursos y servicios, muchos de ellos realizados por máquinas, como el ferrocarril o el cine, que permiten mucho más que la mera subsistencia.

De esta manera, ya en la burguesía decimonónica comienza a observarse síntomas de una cierta "saturación" de bienes materiales y servicios, que también se extiende al terreno del arte. La prosperidad artística de la que goza un burgués de mediados del S.XIX, con las imprentas ya muy extendidas, distribuyendo abundantes obras literarias y musicales, y la proliferación de teatros que ofrecen frecuentes representaciones de todo tipo provocan la primera señal de "hastío" artístico. Este hastío, como puede observarse en cualquier niño mimado, produce un repliegue sobre sí mismos, una hiper-atención a los propios sentimientos. El resultado cuenta con un nombre muy bien definido: "Romanticismo". Y como mediadores en esa recreación sentimental, los artistas fueron encumbrados al papel de sumos sacerdotes, de divos que facilitaban a la acomodada burguesía conectar con el yo más profundo.

A partir de ese punto, lo acaecido en el s.XX nos resulta más cercano, y se explica, en gran medida, en términos sociales y económicos. La implantación universal del capitalismo financiero, con su constante necesidad de crecimiento, acelera la expansión de la clase burguesa, así como el desarrollo de los avances científicos y tecnológicos que generan los nuevos bienes materiales que ésta demanda. De esta manera, cualquier persona de clase media en un país desarrollado, cuenta a principios del s.XXI con más bienes, servicios, posibilidades, estímulos y caprichos que el más rico de los reyes del s.XVII. Por ello, el hastío decimonónico se traduce en nuestros días en un verdadero enloquecimiento colectivo. Prueba de ello pueden darla los psicólogos infantiles, que han de tratar a multitudes de niños cuyo espíritu es socavado desde primera hora de la mañana por estimulantes vídeos de dibujos animados. Pero, vayamos por partes, y volvamos de nuevo al arranque del S.XX.

Ya a principios del s.XX, las capacidades de las artes tradicionales habían sido suplantadas por los nuevos medios que proporcionaba la sociedad tecnológica. ¿Acceder a mundos diferentes? El cada vez más ágil ferrocarril lo permitía, y no digamos la navegación marina o la aviación. La fotografía, el cine, la radio, el automóvil, ¡el teléfono! y la creciente cantidad de cachivaches materiales novedosos, a la que se puede cada día acceder y que van progresivamente inundando los hogares, hasta convertirlos en verdaderos almacenes. Pero, ilustremos este destronamiento del arte con las palabras de un protagonista de excepción de aquél momento, el escultor Auguste Rodin (1840-1917). En una entrevista publicada por Paul Gsell (en "El arte", ed. Síntesis), Rodín afirma:

"¡Qué original es usted!, me dijo. De modo que se interesa todavía por el arte. Esa preocupación ya no es propia de nuestro tiempo. Hoy los artistas y los que les quieren parecen animales fósiles. Figúrese usted un megaterio o diplodocus dándose vueltas por las calles de París. Ésa es la impresión que causamos a nuestros contemporáneos.

Nuestra época es la de los ingenieros y los industriales, pero de ningún modo la de los artistas.

En la vida moderna se busca la utilidad, se procura mejorar materialmente la existencia, la ciencia inventa cada día nuevos procedimientos para alimentarse, vestir y transportar a los hombres, fabrica a bajo coste malos productos para ofrecer placeres adulterados al mayor número de personas. Es cierto que proporciona también adelantos reales para la satisfacción de nuestras necesidades.
Pero en lo que se refiere al espíritu, al pensamiento, al sueño, no hay nada que hacer. El arte ha muerto.

El arte es contemplación. Es el placer del espíritu que penetra la naturaleza y que adivina en ella el espíritu que la anima a su vez. Es la alegría de la inteligencia que ve claro en el universo y que lo recrea iluminándolo con la conciencia. El arte es la misión más sublime del hombre, puesto que es el ejercicio del pensamiento que trata de entender el mundo y darlo a entender.

Pero hoy día la humanidad cree poder pasarse sin el arte. No quiere ya meditar, ni contemplar, ni soñar: sólo quiere gozar físicamente. Las verdades elevadas y profundas le son indiferentes. Le basta con satisfacer sus apetitos corporales. La humanidad presente está embrutecida: prescinde de los artistas."

Evidentemente, Rodin se refiere a una concepción de arte absolutamente romántica, que es la su tiempo, y se lamenta de la posición que empezaban a perder los idolatrados artistas decimonónicos. Ante tal perspectiva, en el s.XX la reacción de las artes tradicionales resultó lógica, una especie de "huída hacia delante", muy inspirada en la actitud de la ciencia y de la sociedad del momento: conquistar nuevos territorios. Esta conquista también cuenta con un nombre: "Vanguardias artísticas".

Como si de ciervos acorralados por una manada de lobos se tratara, que se ven obligados a escalar a la cima de una montaña para sobrevivir, los artistas que intuían cómo la sociedad moderna les arrebataba su espacio se lanzaron a la conquista de territorios artísticos inexplorados. Y, durante un cierto tiempo, casi todo el siglo XX, la fórmula funcionó. Así, frente a conquistas tecnológicas, científicas y sociales que transportaban a mundos jamás soñados, como la televisión, los viajes espaciales, o el descubrimiento de parajes y comunidades remotos perdidos en selvas y montañas, el arte de vanguardia exploraba hasta la última capacidad de las "artes tradicionales" para explotar los más recónditos espacios de la conciencia, y poder seguir ofreciendo "mundos distintos". Pero, a diferencia del espacio, la ciencia o los avances tecnológicos, que aparentan ser infinitos, los límites de la conciencia resultaron mucho más restringidos, al menos aquellos excitables por las artes tradicionales. La fórmula, como era de preveer, se agotó. Este agotamiento, en el que todavía nos encontramos en el momento de escribir estas líneas, recibió también una etiqueta: Posmodernismo".

Y es que el Posmodernismo se presenta como un caos, unas veces confuso, otras estimulante, en el que se entremezclan los ecos de todo el esfuerzo realizado por las vanguardias, con elementos artísticos de épocas anteriores. El caos de un ejército de artistas un tanto desconcertados, que sabe que ha perdido la batalla de ser el motor del avance de la sociedad, al menos como lo fue en los cuatro siglos previos, y la capacidad de influencia y poder que ello implica, con contadísimas excepciones. Un ejército que se ve degradado en rango y que ha de conformarse, en el mejor de los casos, con el papel de "entretener" a las masas, como los antiguos bufones de corte. Y, quizás de vez en cuando, revivir momentos de gloria gracias a la inercia cultural de unas artes que cuentan con una tradición de miles de años, y que la sociedad trata de conservar. Pero, en cualquier caso, conscientes de que ya no son los dueños, los magos que poseían la llave exclusiva de acceso a mundos diferentes. La llave ha sido, por ahora, completamente arrebatada.

Ese caos resulta, si aún cabe, amplificado por el tratamiento del arte como un producto mercantil. Como no puede ser de otra manera en una sociedad controlada hasta en sus más mínimos aspectos por el mercado, las empresas especializadas aprovechan el sentimiento artístico de la población para "venderles" productos artísticos. Aun así, no todo es blanco o negro. La labor mediadora de muchas de estas iniciativas resulta beneficiosa para la distribución de un arte que, si no, no saldría de las cuatro paredes del estudio del artista. Sin embargo, esta labor es frecuentemente empañada por otras en las que exclusivamente prima la obtención de beneficio económico, aún a costa de ofrecer productos de una nula calidad artística, pero que a través de artimañas publicitarias consiguen colocar entre las masas.

Llegados al s.XXI, el mundo digital, canalizado fundamentalmente por Internet, ha constituido el elemento final en el destronamiento de las Artes tradicionales como "motor social". Varias son las razones. La primera, porque Internet se constituye en el principal medio para "acceder a otros mundos", a esos millones de mundos virtuales que, ahora ya sí, de manera inmediata, se encuentran al alcance de un simple movimiento de dedo. La segunda, porque la libre distribución a través de Internet de materiales representativos de las artes tradicionales (textos literarios, imágenes, música) genera una cierta sensación de degradación de las mismas. Y la tercera, porque Internet ha contribuido a acelerar aún más nuestro mundo moderno. En Internet, esperar 10 segundos es una eternidad. Esa inmediatez se traslada al mundo real, en el que "esperar" es poco menos que un sacrilegio. Esta nueva ultra-urgencia temporal se encuentra intrínsecamente reñida con unas artes que vieron la luz en unas épocas en las que absolutamente todo transcurría muy, muy lento. Incluso el cine y el video, medios de entretenimiento con una clara orientación artística, e hijos directos de la revolución tecnológica, se ven afectados por unos receptores que no resisten más de unos pocos minutos antes de cambiar de canal o hacer click hacia otra web en la pantalla del ordenador.

Sin embargo, no podemos ignorar que el mundo digital también ha arrojado algunas luces para estas mismas artes tradicionales. Precisamente esa libre distribución de materiales a través de Internet ha permitido su difusión, acercándolas a personas que jamás hubieran sabido de su existencia. Por otro lado, las herramientas digitales facilitan la expresión artística, a través de software específico para el dibujo, el diseño, la escritura o la creación musical. Internet, por último, pone a disposición de cualquier usuario un escenario en el que mostrar sus realizaciones artísticas, por limitadas que éstas resulten, lo cual supone un indudable refuerzo a la autoestima de todo aquel que exhibe sus obras.

Llegados a este punto, y tras repasar el panorama del arte en los últimos doscientos años, nos encontramos en situación de responder a la pregunta que inicialmente nos planteábamos. ¿Existe espacio para el arte en nuestro vertiginoso mundo digital, refiriéndonos en este caso a las artes tradicionales? Y por arte entendemos el Arte con mayúsculas, ese que es conductor del espíritu del individuo y motor social.

La respuesta es un rotundo "Sí, pero...". Y aprovechemos un ejemplo para ofrecer pistas ilustrativas tanto del "Sí", como del "pero".

"Sí": Es sorprendente el auge experimentado por la cocina, especialmente en las 3 últimas décadas. Ha sido elevada a la categoría de arte por grandes cocineros como Paul Bocuse o Ferrán Adriá, llegando a ejercer una notable influencia social, tanto a nivel estético como ético. La llegada de Internet no ha alterado lo más mínimo esta consideración, es más, probablemente incluso ha aumentado en la última década. Y, podemos preguntarnos: ¿qué posee la cocina, en un mundo de histeria digital, para gozar de tal prestigio, de una consideración plenamente artística?

"Pero": Es muy sencillo. Consigue serenarnos durante al menos media hora, en un entorno tranquilo, la mesa, con elementos inmóviles y no tecnológicos, los platos, ante unos aromas y colores que excitan de forma plácida tres de nuestros sentidos, y probablemente acompañados de otras personas que charlarán pausadamente con nosotros. No promete el acceso a unos mundos extremadamente sorprendentes, pero sí produce una cierta experiencia estética y sobre todo, tranquilidad, mucha tranquilidad. Todo ello aderezado con la rica vivencia que aporta la compañía de los comensales, y la cercana presencia de quien nos ha cocinado tan deliciosa comida.

 

3. ¿Resulta ética la enseñanza artística? . . . . . . . .
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Nada produce tanto placer a un ser humano como una sana y cercana relación con otros seres humanos. Está escrito en nuestros genes, desde los tiempos en que habitábamos en los árboles. La tecnología nos ofrece máquinas y servicios que son realmente maravillosos, y que mejoran notablemente nuestra calidad de vida, pero un espíritu entregado exclusivamente a la tecnología termina por marchitarse, por degradarse y enloquecer.

Nuestro actual sistema económico, en el que el crecimiento es una obligación para su propia supervivencia, impulsa hacia esa tecnificación sin límites, que es la sangre que lo alimenta. La relación humana, por contra, parece en declive, pues no estimula el consumo. Sin embargo, ese crecimiento ilimitado es una quimera que incluso los más radicales economistas saben en el fondo de su ser que resulta insostenible, tanto en términos materiales como humanos. La capacidad del planeta para soportar tanto habitante expoliando sus recursos tiene un límite. Y la capacidad de los mismos seres humanos para dejarse embaucar por el consumismo tecnológico y desatender las relaciones personales, es probable que también lo tenga.

Ya empiezan a escucharse no pocas teorías económicas que abogan por el "decrecimiento" como lógica económica, o cuanto menos, por el "no-crecimiento". Movimientos ecologistas que defienden un respeto escrupuloso a la biología del planeta, prioritario ante los resultados económicos. Iniciativas que reclaman la lentitud como esencia de vida, y que plasman en propuestas concretas como "Slow-Food", "Slow-Cities" o "Slow-Travel". Incluso países, como Bután, que hacen de estas visiones el fundamento de su organización política, priorizando la "Felicidad interior bruta" del país antes que el "Producto interior bruto". Todas estas ideas quedan aún más reforzadas ante la grave crisis económica que actualmente afecta al mundo, y de manera especial a Europa, poniendo de manifiesto la necesidad de un cambio de modelo. Un actual modelo viciado, que genera ciudadanos endeudados e infelices, adormecidos por la espiral "consumo desaforado - trabajo desaforado", y que beneficia principalmente a la élite de tiburones financieros que lo controla.

La historia es cíclica. Los ciclos pueden ser más o menos largos, pero todo vuelve aunque, como la cultura grecolatina, tenga que esperar mil años para renacer tras la oscuridad de la Edad Media. El sueño de un mundo más igualitario que alumbraron los filósofos ilustrados y que se moldeó intelectualmente durante el s.XIX, volverá a abrirse paso. Las terribles puestas en práctica de los regímenes comunistas durante el s.XX parecen haber acabado con ese sueño. Pero renacerá, y esperemos que lo haga corregido y mejorado, sin los defectos totalitarios de tan terribles consecuencias para millones de personas y que le abocaron irremisiblemente al fracaso. Para ello, seguro que tendrá que situar el humanismo, la relación humana frente al consumismo tecnológico, el respeto a los recursos naturales, el equilibrio entre trabajo y ocio, en definitiva, el bienestar, en el centro de sus objetivos.

Ante tales perspectivas, nos disponemos a responder definitivamente a nuestra pregunta final: ¿Resulta ética la enseñanza artística? Nos referimos, de nuevo, a las artes tradicionales, y la responderemos inicialmente en negativo.

No resulta ética una enseñanza artística que prometa la gloria de los artistas decimonónicos, aquellos que poseían la llave exclusiva de acceso a mundos diferentes. Una llave que hace ya mucho tiempo que el mundo moderno arrebató al arte, y que sólo gente ingenua, interesada o directamente malintencionada puede utilizar como objetivo para estafar a las nuevas generaciones de artistas.

No resulta ética una enseñanza artística que prometa la gloria de los grandes exploradores del arte de vanguardia del s.XX, que obsesione al alumno con los territorios limítrofes de la conciencia por los que aquellos deambularon, olvidándose de los restantes milenios del arte. Son unos territorios que están más que explorados y descubiertos, y en los que poco nuevo hay que encontrar, al menos con las herramientas de las artes tradicionales, como si con un coche de caballos pretendiésemos acometer exploraciones espaciales. Algunos de estos descubrimientos constituyeron verdaderos hallazgos que, tras la inicial sorpresa, la sociedad incorporó con naturalidad a su lenguaje artístico. Respecto a otros, en los que no ha sido así, quizás esté muy bien conocerlos y volverlos a visitar de vez en cuando, para no olvidarlos e incluso evaluar si pudieran adquirir nueva vigencia. Pero no tiene demasiada lógica permanecer prolongadamente en ellos, como no la tiene permanecer en la profundidad de una sima oceánica.

Si ya no se posee la exclusiva de acceso a mundos diferentes o ésta es mínima frente a otros medios modernos, si ya no queda territorio por explorar, ¿qué pueden entonces aportar las artes tradicionales en el s.XXI, aparte de alimentar el mercantilismo de la industria del entretenimiento? Pues precisamente, su "Tradición", los valores humanos que encierra, que resultaron válidos durante miles y miles de años, y que tan necesitados nos encontramos de recuperar. Las artes tradicionales son testimonio de un tiempo en el que todo ocurría lentamente y en el que lo humano era el centro de todo. Adquirir la capacidad de deleite con ellas supone un viaje en el tiempo, hacia el pasado, hacia unos mundos que nos resultan exóticos, pero familiares, y muy gratificantes en su puesta en escena, pues todas ellas, y muy especialmente la música, la danza y el teatro, pueden ser realizadas ante nuestros ojos por otros seres humanos, y también ser practicadas con otros seres humanos. Pero ello implica renunciar a las efímeras glorias de tiempos recientes y reemprender el camino de humildad y de artesanía en el que se encuentran sus orígenes.

Y es que, en términos generales, al arte no le queda más camino que la humildad casi artesanal si desea desempeñar un papel mínimamente representativo en el mundo moderno: apoyar la recuperación de los valores humanos en ese nuevo modelo de sociedad que, tarde o temprano, habrá de surgir. Estimular la práctica y la sensibilidad artística en el mayor número posible de personas, incidiendo no en la dudosa "gloria" asociada al arte, si no en el beneficio humano que proporciona tanto su realización individual o colectiva con otros artistas, como su ofrecimiento a un público. Incidir en la recuperación de un sentido temporal "lento" asociado a estas artes, y propio de una biología que no fue diseñada para visualizar 30 webs diferentes en menos de un minuto. Anteponer todos estos valores de raíz social antes que promover trasnochadas egolatrías de corte decimonónico.

Desde esta perspectiva, no sólo resulta ética la enseñanza artística actualmente, si no que puede hacer revivir en las artes tradicionales un papel de motor social del que gozó anteriormente y que, hoy por hoy, pareciera haber perdido. Pero un papel, en cualquier caso, diferente al del pasado, no apoyado en artistas como sumos sacerdotes, sino en artistas como agentes de estímulo hacia un nuevo humanismo. Ello no implica renunciar a la excelencia. Esta es deseable en todas las acciones humanas, también en el arte. Pero, siempre y cuando no se convierta en un fin en sí mismo, vacío de contenido moral. Y aún menos en un vehículo para la canalización de patologías psicológicas de los docentes, o para una distorsionada mitificación de tiempos pasados.

Para concluir, queremos hacer referencia a la que probablemente es una de las más notables experiencias para llevar a cabo a la realidad esta concepción ética de la enseñanza artística. Se trata del Sistema de Orquestas Venezolanas, fundado por José Antonio Abreu, y con una trayectoria de más de 30 años. El maestro Abreu ha obrado una especie de milagro, en un país con una minúscula tradición musical, creando un sistema de cientos de orquestas juveniles en zonas desfavorecidas, que despierta la admiración de las más altas figuras de la música en todo el mundo. A través de su fórmula, ha conseguido integrar socialmente a miles de jóvenes con pocos recursos y dotarles de una dignidad y unas perspectivas sociales de las que nunca hubieran gozado. Esta fórmula se apoya en dos principios. El primero, eliminar todo rastro de prejuicios y egolatría en la práctica artística, y obrar, por tanto, con humildad de artesano. La segunda, hacer conscientes a todos los integrantes, desde el niño más pequeño hasta los maestros, de que se encuentran al servicio de una causa social que jamás deben olvidar. Paradójicamente, y pese a la humildad de partida, o quizás precisamente por ella, el Sistema está comenzando a generar grandísimas figuras de la música que, aún siéndolo, no olvidan sus orígenes ni el cometido humano que implica su trabajo, lo cual les hace aún más grandes. De todas ellas, la más destacada es el director de orquesta Gustavo Dudamel, actual titular de la Orquesta Sinfónica de Los Ángeles.

Finalmente, tan sólo me resta contestar a la última de las preguntas planteadas. Quienes nos dedicamos a la docencia del arte ¿estamos engañando a nuestros alumnos? Esta vez, sólo puedo responderla por mí. Intento, cada día que me enfrento a una clase, que así no sea. Y esta reflexión forma parte de ese esfuerzo.

 

Escrito en 2011, por Luis Robles